lunes, 30 de noviembre de 2009

El fin del Nublado


Pedrito Fuentes, mi hermano, tenía fiebre la noche lúgubre que bañaba de aguacero nuestra pequeña casa. Mamá no conciliaba el sueño, le miraba preocupada tratando de curarle con voz de alivio, pero aún no hallaba ninguna mejora en él. Pedrito se extendía de dolor en la cama ciega, se le nublaban los ojos pero él no lloraba, se comprimía los puños que holgaban flácidos y temerosos, mordiéndose los labios para que no estallen de lamentos. Controlaba el dolor para no quejar, “ya estoy mejor, esto, también pasará” nos decía con aquella voz que parecía perderse. Pedrito Fuentes, mi hermano, sabía que en casa el dinero era precario, que comprar salud era un lujo caro. Nos quedaba conformarnos con la sopa hervida que preparaba mamá Asunta, “toma papito, come la sopa” dábale en la boca el calor de una madre, pero aquella fiebre intermitente no cesaba. Pedrito Fuentes, mi hermano, me decía en las tardes invernales del frío junio, que a la pobreza no se le debe temer, a la pobreza había que hacerle frente, que el hambre muda solo habita en la mente, que de pan no vive el hombre sino de oraciones se llena el alma. La pobreza paupérrima que pasábamos en casa era por culpa del Nublado, aquel moustro escalofriante que nos hacía daño en este sufrimiento que era compartido por las horas del pesar, de la noche que transcurría lenta, tan silenciosa, tan dolor, tan callada.


Mamá Asunta seguía velando con su mirada tristecita a Pedrito Fuentes, mi hermano. Le miraba con aquellos ojos débiles y complacientes tratando de ayudarle, se golpeaba el pecho una y dos veces y al terminar confesó llorando “es mi culpa papito, es mi culpa tu dolor”. Lo más desgraciado de un hijo era ver llorar a su madre y no poder hacer nada y no poder consolarle. Ante su desdicha nombró una vez al Nublado, reprochándose toda culpa y todo dolor ajeno, ya que la fiebre de Pedrito Fuentes, era producto de una riña a muerte que tuvo con aquella larga bestia de hombros como de roca, de la voz gruesa, torpe y vieja de insoportable sonido que hundía sus garras toscas y ensanchadas sobre la piel de cualquiera que le enfrentase, cual bestia sin corazón degollaba a su víctima como si fuese un verdugo que matara sin ninguna pena. Era el nublado y a lo inevitable había que hacerle frente.


Los truenos resonaban en las calles con mayor triunfo, mostrando la lozanía de su eco constante, las gotas de lluvia se estrellaban en el techo de estera, era el Nublado, había llegado a casa. Un trueno resplandeciente iluminaba la gigantes sombra que avanzaba reconociendo cada espacio, dejando su escalofriante silencio de aquel espeso respirar. Se acercaba despacio y muy jadeante como cuando se viene la muerte, tan callando. Desde los rincones de la alejada cocina se escuchaba la furia desbordarte de la larga bestia, todo se empezaba a tumbar, los platos de la alacena comenzaron por caer, las sillas y el resto de la mesa eran batidas por su ardiente cólera, tan solo esperaba un retador, al desafiante Pedrito Fuentes, aquel gallardo soldado de cara pálida, delgados brazos, y años mozos que poco podían hacer contra el Nublado. Mamá Asunta se aferraba al rosario clamando misericordia “es el fin papito, es nuestro fin”. Pedrito Fuentes trató de incorporarse pero la fiebre le había vencido. Todo parecía estar escrito por el Nublado, una noche como tantas del invernal junio, volvería a hundir sus fieros dardos sobre nuestra temerosa piel.


Papá había llegado ebrio a casa, papá nos golpearía a todos, yo quería defender a mamá pero mis manos pequeñas eran. Pedrito Fuentes, mi hermano, agonizaba con la muerte en la cama ciega. Mamá Asunta con mucha determinación cogió el palo y con su amor de madre nos defendería, con mucha firmeza la sostuvo y marchó hacia la cocina, a enfrentarse al Nublado, a tan descabellada idea. Se despidió como se despiden los hijos de las madres, con mucha pena en la palabra. De pronto se desataba una furia batalla, la lucha de sombras iluminada por la flameante vela, entre gritos espectrales y espeluznantes golpes alados, alguien había vencido, se derramaba sangre por el piso de cera, alguien había muerto. Cerré los ojos para no ver tan cruel realidad, junté mis manos suavemente y tapé los oídos, comencé a silbar en mi delirio de niño, a silbar para hacerme más fuerte, a silbar para no sentirme tan solo, a silbar para vencer al Nublado, me lo había enseñado mi hermano, Pedrito Fuentes, mi pobre hermano que se moría de a poco en el lecho sombrío. De pronto alguien se arrastraba apoyándose en la pared, dirigiéndose cada vez más cerca hacia mí. Sentí el frescor de alba de mi madre dulce, advertí su vestido ceñido de sangre que develaba la pura victoria sobre el Nublado, “le he ganado papito, le he ganado”. Fueron las últimas palabras de mi madre que hundiendo su rosada frente en el pecho fúnebre de mi hermano, abriendo en mí una larga noche de nostalgia. Mi palabra estaba de duelo en el pasadizo donde me situaba yo, todo era triste, todo era llanto, todo era dolor en mi corazón vacío. Mi niñez de siete empezó a susurrarme suavecitos al oído, a silbarme para hacerme fuerte, para no sentirme tan solo en el mundo de casa ...negra sombra.


Luego de secar las lágrimas, me incorporé marchando hacia lo desconocido, dejando atrás a mi hermano Pedrito Fuentes y a mi dulce madre Asunta, fallecer, crucé tímidamente por la cocina con mis pasos solitarios, contemplé al Nublado por última vez, a mi padre ebrio que el trabajo le había cambiado. Crucé el umbral del dintel de mi propia sombra, era el fin del Nublado y el comienzo de un nuevo destino. El frío me mordía la piel de mis entrañas tímidas, corazón de niño, la lluvia había cesado, yo era más fuerte, me abría un camino andando, silbando más fuerte que los truenos para no sentirme tan solo en las calles de junio invierno, crucé por fin la puerta de la quinta, la casa de sombra negra. Afuera el farol de la calle me alumbraba el único camino, el de la noche más larga de mi infancia que hoy recuerdo, noche dormitada donde todos sueñan y nadie escucha tus lamentos, horas del pesar que transcurren lentos, tan silenciosos, tan dolor, tan callando.



Escrito por: Abel del Valle


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