Pero una tarde, a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ése, ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado.
Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte - dijo.
El patrón no oyó lo que oía.
¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? - preguntó.
Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte - repitió el pongo.
Habla... si puedes - contestó el hacendado.
Padre mío, señor mío, corazón mío - empezó a hablar el hombrecito -. Soñé anoche que habíamos muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.
¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio - le dijo el gran patrón.
Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos. Los dos juntos; desnudos ante nuestro gran Padre San Francisco.
¿Y después? ¡Habla! - ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pensando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
¿Y tú?
No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
Bueno, sigue contando...
Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte - dijo.
El patrón no oyó lo que oía.
¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? - preguntó.
Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte - repitió el pongo.
Habla... si puedes - contestó el hacendado.
Padre mío, señor mío, corazón mío - empezó a hablar el hombrecito -. Soñé anoche que habíamos muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.
¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio - le dijo el gran patrón.
Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos. Los dos juntos; desnudos ante nuestro gran Padre San Francisco.
¿Y después? ¡Habla! - ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pensando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
¿Y tú?
No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
Bueno, sigue contando...
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El sueño del pongo o Ponogoq mosqoyin (en runasimi) es un cuento de José María Arguedas que muestra con la cruda realidad del indio o hombre andino que vivió a comienzos del siglo XX, y que, al parecer, aun dejamos que subsista.
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Arguedas murió tratando de hacer cumplir este sueño, este verdadero sueño.
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