Tomado de Claraboya, del inmortal José Saramago.
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¿Me quieres casado, fútil, y tributable?, se preguntó Fernando Pessoa. ¿Es esto
lo que la vida quiere de todo el mundo?, se pregunta Abel. El sentido oculto de
la vida…”Pero el sentido oculto de la vida es que la vida no tiene ningún
sentido oculto” Abel conocía la poesía de Pessoa. Había hecho de sus versos
otra Biblia. Tal vez no los comprendiese perfectamente, o viese en ellos lo que
en ellos no estaba. De cualquier manera, y aunque recelaba que, en muchos
pasajes, Pessoa se burlaba del lector y que, pareciendo sincero, se mofaba, se
habituó a respetarlo hasta en sus contradicciones. Y, si no tenía dudas acerca
de su grandeza como poeta, le parecía a veces, especialmente en esos días
absurdos de desencanto, que en la poesía de Pessoa había mucho de gratuito. “¿Y
qué hay de malo en eso?” – pensaba Abel-.¿No puede la poesía ser gratuita?
Puede, sin duda, y no es nada malo. Pero ¿y bueno? ¿qué hay de bueno en la
poesía gratuita? La poesía, es tal vez, como una fuente que corre, es como agua
que nace en la montaña, sencilla y natural, gratuita en sí misma. La sed está
en los hombres, y sólo porque estas existen, el agua deja de ser de gracia.
¿Será así también la poesía? Ningún poeta, como ningún hombre, sea quien sea,
es sencillo y natural. Y Pessoa menos que ningún otro. Quien tenga sed de
humanidad no la saciará en los versos de Fernando Pessoa: será como si bebiera
agua salada. Y, con todo, qué admirable poesía y qué fascinación. Gratuita, sí,
pero ¿eso importa si desciendo al fondo de mí mismo y me encuentro también
gratuito e inútil? Y Silvestre protesta contra esta inutilidad – la inutilidad
de la vida, que es la que interesa-. La vida debe ser interesada, interesada a
todas horas, proyectándose de acá para allá. Presenciar no es nada. Presenciar
es estar muerto. Era lo que él quería decir. No importa que se quede uno aquí o
allá, lo que es necesario es que la vida se proyecte, que no sea un simple
fluir animal, inconsciente como el fluir del agua en la fuente. Pero proyectarse
¿cómo? Proyectarse ¿hacia dónde? Cómo y hacia dónde, he ahí el problema que
genera mil problemas. No basta decir que la vida debe proyectarse. Para el
“cómo” y para el “hacia dónde” se encuentra una infinidad de respuestas. La de
Silvestre es una, la de un creyente de una religión cualquiera es otra. ¿Y
cuántas más? Sin contar que la misma respuesta es otra. ¿Y cuántas más? Sin
contar que la misma respuesta puede servirles a varios, sirviendo también a
cada uno otra respuesta que no sirve a otros. Al final, me he perdido en el
camino. Todo estaría bien si, ocupado en apartar los obstáculos del mío, no
adivinara la existencia de otros caminos. La vida que elegí es dura y difícil.
Aprendí con ella. Está en mi mano dejarla y comenzar otra. ¿Por qué no lo hago?
¿Porque ésta me gusta? En parte. Me parece interesante hacer, conscientemente,
una vida que sólo otros aceptarían a la fuerza. Pero no basta, esta vida no me
basta. ¿Cuál elijo, entonces? ¿Estar “casado, fútil y tributable”? Pero ¿puede
uno ser cada una de estas cosas y no ser las restantes? ¿Y luego?”….>>
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Abel
llega a Lisboa una mañana del siglo XX, contemplando atento la vida sosegada de
sus habitantes, en la cual tendría que encontrar las respuestas que estaba
buscando, abriendo ventanas entre las sombras y el silencio, la nostalgia y
cada interior que se esconde en las casas, donde el tiempo para construir sobre
el amor, aún no llega.
Saramago
terminaba de escribir su primer libro Claraboya, un libro perdido y hallado en
el tiempo, donde desarrolló su universo, sus personajes, su dolor, su humanidad
y el sentido estricto de la vida. Pero no todo es fácil cuando uno ama con un
amor lúcido y activo, como amó el portugués, quien sintió el rechazo de una
editorial de la que obtuvo respuesta, cuando era un escritor consagrado en el
mundo.
Ese
dolor imborrable no lo detuvo, porque su finalidad era profunda y su porvenir
tendría que dar la última palabra. El final sólo era el inicio, porque nuestro
Nobel creía que todo puede ser contado de otra manera. Dejó de ser mecánico
para instruirse en las bibliotecas, con brújula propia y en compañía de Pessoa, Shakespeare, Eca de
Queirós, Diderot y Beethoven, bajo el contexto de una dictadura. Ese sería el génesis,
un humano que tenía que decirle tanto a los hombres, con un manuscrito bajo el
brazo por la ausencia de una publicación, sin embargo nunca nadie hubiese
imaginado que Claraboya sería el árbol que daría fruto a grandes obras como: El año de la muerte de Ricardo Reis, El
evangelio Según Jesucristo, Ensayo sobre la ceguera, La Caverna, El viaje del
elefante, Caín, entre otros.
Claraboya
es un libro que deja una pregunta pendiente que muchas veces repetimos ¿cuál es el significado de nuestra existencia? Acaso tenemos que
resumirnos en unos seres ¿casados,
fútiles, y tributables?. La voz del premio Nobel es clara y se identifica para
sumergirse en cada uno de sus lectores, abriendo puertas para desnudar las temores del amor y hacer de ellas un camino en la cual nos sigamos a nosotros
mismos.
José
Saramago una vez más nos sorprende con su sensibilidad, con su calor humano y
la misma fuerza que entre guiones y puntos han tallando su filosofía, la madurez de sus personajes, su lenguaje y aquella
vocalización de un nuevo acento en su alma poética.