El día en el que Juan Dominguez se levantó hubiera preferido quedarse dormido hasta las once y no dejar que su esposa lo levanté carajeandolo a él y a la vida. Salió como de costumbre a afilar su gran hacha. Hoy le tocaba uno. Así que cogió la piedra junto al río como de costumbre y se sentó para sacarle el filo extremo. Él sabía que ser verdugo no era fácil, sobretodo por el insoportable acoso de las miradas que tendría que aguantar por días, semanas, incluso años. Pero, felizmente para él, de vez en cuando aparecían familias conscientes que creían que su muerto merecía doble castigo; así que sólo inclinaban la cabeza al verlo pasar y no decían palabra alguna. Para Juan ese trato estaba bien. Él era un hombre solitario y apacible, y si tenía esposa era por que las necesidades biológicas del ser humano tienen que desbordarse en algún cuerpo seminerte capaz de soportarlo. Así que ahí entraba Leonor, su esposa. Mujer que vivía de vender carne en el mercado. A diferencia de su esposo, ella no sabía cortar pescuezos. Los clientes muchas veces se quejaban de su poco habilidad para usar el machete y el cuchillo. Pero a ella no le importaba. Sólo quería la plata de sus bolsillos, una comida caliente y una cama para dormir. Casi nunca hacía mucho uso de su marido para las labores. Y sólo lo despertaba muy temprano cuando era una ocasión especial, como hoy.
Ahí junto al río, Juan estaba terminado de sacarle filo a su gran hacha. El ajusticiado de hoy, palabras usadas por el verdugo para convencerse de que él más que asesino era un justiciero, era Felipe Urtuaga. Un tipo blanco. Lo cual era inusual en este pueblo (y en todos donde aún existan verdugos), pero garantizaría que la plaza estuviera repleta de gente. La sólo idea de estar rodeado de tantas personas lo alegraba, sentía que su cuerpo era por segundos la mano de Dios y dejaba caer con más seguridad su gran hacha sin temor y remordimientos.
Ahora con la hoja recién afilada se acercó al río y vio su reflejo. Su rostro se movía entre las aguas y por momentos sus arrugas parecían convertirse en cicatrices, sus ojos apenas, pequeños para brillar ante el reflejo, impactaban por la falta de emoción que en ellos habitaba. Pasmado ante su prematura vejez perdió el equilibrio por completo y cayó. Su gran hacha se perdió en el fondo del río por el peso y el se sujetó apenas de un árbol. Levantado ya y recobrando el aliento por fin tomó en serio su actual situación. Había perdido su gran hacha. Había dejado de ser un verdugo por completo, y todo por ver su reflejo. Asustado por que sólo faltaban tres horas para el ajusticiamiento, corrió hacia la casa del herrero y le pidió una hacha lo más pronto posible. El herrero le contestó que sólo tenía hachas viejas que no tenían filo. Juan tomó el hacha más grande corrió de vuelta junto al río y usó la piedra con rapidez. En ese preciso momento el pregonero había comenzado a llamar a la gente hacia la plaza y ya las personas abandonaban sus casas.
El sacerdote demoró un poco más de lo normal en leer la absolución, recordó que era el primer Urtuaga en morirse por dicho medio y exigió que sea el último. El gobernador estaba listo para dar la orden pero hacía falta el verdugo. Mandaron llamarlo de inmediato y Juan vino disfrazado de sí mismo. Llevó su hacha nueva y la puso junto al cuello del ajusticiado. El gobernador sonriente sentenció que se cumpliera con su pena de muerte y Juan bajó las manos. Tal vez se debió a la falta de concentración de Juan o a lo poco afilada que se encontraba el hacha pero la cabeza de Felipe Urtuaga no salió volando como era costumbre. La hoja del hacha se atoró en la tercera parte de lo que ahora era un cuello mutilado. De inmediato, el gobernador ordenó que lo matara por segunda vez. Juan alzó las manos con más fuerzas y hundió su nueva hacha sobre el cuello de Felipe. Pero ninguna cabeza se separó del cuerpo. Los primeros gritos de horror se escucharon entre las personas, la sangre había comenzado derramarse en mayor cantidad que lo normal. De pronto, un ahogado suspiro se escuchó de la boca del muerto.
- Mátelo de nuevo- gritó enfurecido el gobernador
- Mátelo de una vez, por el amor de Dios- suplicaban las mujeres de la primera fila.
Juan alzó por tercera vez los brazos y, sobrecogido de miedo y nerviosismo, dejó caer con poca fuerza un nuevo hachazo sobre el cuello de Felipe Urtuaga. Él ajusticiado calló en seco. Pero su cuello quedó colgando de su cuerpo, casi luchando por no desprenderse. El gobernador sonrió y dijo:
- Felizmente ya se murió.
- Mátelo ya!, esta muerta es inhumana- gritó una mujer.
- Sí! córtenle bien la cabeza. Nadie se merece ese trato- gritaba enfurecido el hombre de su costado.
- Maten también al verdugo, es un inepto!- se escuchó desde la última fila.
- Sí mátenlo a él también- repitió todo el pueblo en unos segundos.
El verdugo totalmente asustado tomó su hacha y lanzó tres golpes más contra el cuello colgante, hasta que se separó totalmente de su cuerpo. En ese momento se escuchó un sólo suspiro en la plaza y las sonrisas no se hicieron esperar.
Las primeras personas comenzaron a retirarse y el gobernador se acercó a Juan. No te preocupes, esas cosas deben pasarle a los verdugos de vez en cuando. Camino a su casa Juan sentía el miedo recorrerle la espalda. Por primera vez sintió que el sería el que muriese frente a todos en la plaza. Ya no estaba tan seguro de ser un divino brazo justiciero. En ese momento, se preguntó si Dios ya pensaba despedirlo.
Ahí junto al río, Juan estaba terminado de sacarle filo a su gran hacha. El ajusticiado de hoy, palabras usadas por el verdugo para convencerse de que él más que asesino era un justiciero, era Felipe Urtuaga. Un tipo blanco. Lo cual era inusual en este pueblo (y en todos donde aún existan verdugos), pero garantizaría que la plaza estuviera repleta de gente. La sólo idea de estar rodeado de tantas personas lo alegraba, sentía que su cuerpo era por segundos la mano de Dios y dejaba caer con más seguridad su gran hacha sin temor y remordimientos.
Ahora con la hoja recién afilada se acercó al río y vio su reflejo. Su rostro se movía entre las aguas y por momentos sus arrugas parecían convertirse en cicatrices, sus ojos apenas, pequeños para brillar ante el reflejo, impactaban por la falta de emoción que en ellos habitaba. Pasmado ante su prematura vejez perdió el equilibrio por completo y cayó. Su gran hacha se perdió en el fondo del río por el peso y el se sujetó apenas de un árbol. Levantado ya y recobrando el aliento por fin tomó en serio su actual situación. Había perdido su gran hacha. Había dejado de ser un verdugo por completo, y todo por ver su reflejo. Asustado por que sólo faltaban tres horas para el ajusticiamiento, corrió hacia la casa del herrero y le pidió una hacha lo más pronto posible. El herrero le contestó que sólo tenía hachas viejas que no tenían filo. Juan tomó el hacha más grande corrió de vuelta junto al río y usó la piedra con rapidez. En ese preciso momento el pregonero había comenzado a llamar a la gente hacia la plaza y ya las personas abandonaban sus casas.
El sacerdote demoró un poco más de lo normal en leer la absolución, recordó que era el primer Urtuaga en morirse por dicho medio y exigió que sea el último. El gobernador estaba listo para dar la orden pero hacía falta el verdugo. Mandaron llamarlo de inmediato y Juan vino disfrazado de sí mismo. Llevó su hacha nueva y la puso junto al cuello del ajusticiado. El gobernador sonriente sentenció que se cumpliera con su pena de muerte y Juan bajó las manos. Tal vez se debió a la falta de concentración de Juan o a lo poco afilada que se encontraba el hacha pero la cabeza de Felipe Urtuaga no salió volando como era costumbre. La hoja del hacha se atoró en la tercera parte de lo que ahora era un cuello mutilado. De inmediato, el gobernador ordenó que lo matara por segunda vez. Juan alzó las manos con más fuerzas y hundió su nueva hacha sobre el cuello de Felipe. Pero ninguna cabeza se separó del cuerpo. Los primeros gritos de horror se escucharon entre las personas, la sangre había comenzado derramarse en mayor cantidad que lo normal. De pronto, un ahogado suspiro se escuchó de la boca del muerto.
- Mátelo de nuevo- gritó enfurecido el gobernador
- Mátelo de una vez, por el amor de Dios- suplicaban las mujeres de la primera fila.
Juan alzó por tercera vez los brazos y, sobrecogido de miedo y nerviosismo, dejó caer con poca fuerza un nuevo hachazo sobre el cuello de Felipe Urtuaga. Él ajusticiado calló en seco. Pero su cuello quedó colgando de su cuerpo, casi luchando por no desprenderse. El gobernador sonrió y dijo:
- Felizmente ya se murió.
- Mátelo ya!, esta muerta es inhumana- gritó una mujer.
- Sí! córtenle bien la cabeza. Nadie se merece ese trato- gritaba enfurecido el hombre de su costado.
- Maten también al verdugo, es un inepto!- se escuchó desde la última fila.
- Sí mátenlo a él también- repitió todo el pueblo en unos segundos.
El verdugo totalmente asustado tomó su hacha y lanzó tres golpes más contra el cuello colgante, hasta que se separó totalmente de su cuerpo. En ese momento se escuchó un sólo suspiro en la plaza y las sonrisas no se hicieron esperar.
Las primeras personas comenzaron a retirarse y el gobernador se acercó a Juan. No te preocupes, esas cosas deben pasarle a los verdugos de vez en cuando. Camino a su casa Juan sentía el miedo recorrerle la espalda. Por primera vez sintió que el sería el que muriese frente a todos en la plaza. Ya no estaba tan seguro de ser un divino brazo justiciero. En ese momento, se preguntó si Dios ya pensaba despedirlo.
2 comentarios:
en français? sabes como dicen en la segunda leida a veces encontramos otros detalles ke en la primera vista a vuelo de pajaro, no.
ahora por qué "en français" porque de alguna forma senti un airecillo,pero muy leve, a esa onda francesa que deben haber dejado en ti esos poetas franceses. ha de ser por la visión tan cruda que descubrí en tu forma de recrear el mundo..en tan mal concepto nos tienes? o tan claro nos ves? debo decir que la figura del verdugo sobresale por..bueno por sus paradojas, por sus características..pero el mundo en el que se mueve me sorprende aún más..
Hey Sweeney! Un pulgar arriba! X
Es verdad que a veces jugamos a ser Dios o en este caso hacer verdugos, que en nuestras manos llevemos un destino con sabor sentencia de muerte para las personas. ¿qué se siente matar? ¿ qué se siente dar vida? eso no lo sabremos, sólo hay alguien que sí lo sabe, y ese, nos pondrá un día en ese camino.
Otro pulgar arriba
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