domingo, 2 de septiembre de 2012

CLARABOYA: El Génesis Saramago




 Tomado de Claraboya, del inmortal José Saramago.

<<… ¿Me quieres casado, fútil, y tributable?, se preguntó Fernando Pessoa. ¿Es esto lo que la vida quiere de todo el mundo?, se pregunta Abel. El sentido oculto de la vida…”Pero el sentido oculto de la vida es que la vida no tiene ningún sentido oculto” Abel conocía la poesía de Pessoa. Había hecho de sus versos otra Biblia. Tal vez no los comprendiese perfectamente, o viese en ellos lo que en ellos no estaba. De cualquier manera, y aunque recelaba que, en muchos pasajes, Pessoa se burlaba del lector y que, pareciendo sincero, se mofaba, se habituó a respetarlo hasta en sus contradicciones. Y, si no tenía dudas acerca de su grandeza como poeta, le parecía a veces, especialmente en esos días absurdos de desencanto, que en la poesía de Pessoa había mucho de gratuito. “¿Y qué hay de malo en eso?” – pensaba Abel-.¿No puede la poesía ser gratuita? Puede, sin duda, y no es nada malo. Pero ¿y bueno? ¿qué hay de bueno en la poesía gratuita? La poesía, es tal vez, como una fuente que corre, es como agua que nace en la montaña, sencilla y natural, gratuita en sí misma. La sed está en los hombres, y sólo porque estas existen, el agua deja de ser de gracia. ¿Será así también la poesía? Ningún poeta, como ningún hombre, sea quien sea, es sencillo y natural. Y Pessoa menos que ningún otro. Quien tenga sed de humanidad no la saciará en los versos de Fernando Pessoa: será como si bebiera agua salada. Y, con todo, qué admirable poesía y qué fascinación. Gratuita, sí, pero ¿eso importa si desciendo al fondo de mí mismo y me encuentro también gratuito e inútil? Y Silvestre protesta contra esta inutilidad – la inutilidad de la vida, que es la que interesa-. La vida debe ser interesada, interesada a todas horas, proyectándose de acá para allá. Presenciar no es nada. Presenciar es estar muerto. Era lo que él quería decir. No importa que se quede uno aquí o allá, lo que es necesario es que la vida se proyecte, que no sea un simple fluir animal, inconsciente como el fluir del agua en la fuente. Pero proyectarse ¿cómo? Proyectarse ¿hacia dónde? Cómo y hacia dónde, he ahí el problema que genera mil problemas. No basta decir que la vida debe proyectarse. Para el “cómo” y para el “hacia dónde” se encuentra una infinidad de respuestas. La de Silvestre es una, la de un creyente de una religión cualquiera es otra. ¿Y cuántas más? Sin contar que la misma respuesta es otra. ¿Y cuántas más? Sin contar que la misma respuesta puede servirles a varios, sirviendo también a cada uno otra respuesta que no sirve a otros. Al final, me he perdido en el camino. Todo estaría bien si, ocupado en apartar los obstáculos del mío, no adivinara la existencia de otros caminos. La vida que elegí es dura y difícil. Aprendí con ella. Está en mi mano dejarla y comenzar otra. ¿Por qué no lo hago? ¿Porque ésta me gusta? En parte. Me parece interesante hacer, conscientemente, una vida que sólo otros aceptarían a la fuerza. Pero no basta, esta vida no me basta. ¿Cuál elijo, entonces? ¿Estar “casado, fútil y tributable”? Pero ¿puede uno ser cada una de estas cosas y no ser las restantes? ¿Y luego?”….>>


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Abel llega a Lisboa una mañana del siglo XX, contemplando atento la vida sosegada de sus habitantes, en la cual tendría que encontrar las respuestas que estaba buscando, abriendo ventanas entre las sombras y el silencio, la nostalgia y cada interior que se esconde en las casas, donde el tiempo para construir sobre el amor, aún no llega.

Saramago terminaba de escribir su primer libro Claraboya, un libro perdido y hallado en el tiempo, donde desarrolló su universo, sus personajes, su dolor, su humanidad y el sentido estricto de la vida. Pero no todo es fácil cuando uno ama con un amor lúcido y activo, como amó el portugués, quien sintió el rechazo de una editorial de la que obtuvo respuesta, cuando era un escritor consagrado en el mundo.

Ese dolor imborrable no lo detuvo, porque su finalidad era profunda y su porvenir tendría que dar la última palabra. El final sólo era el inicio, porque nuestro Nobel creía que todo puede ser contado de otra manera. Dejó de ser mecánico para instruirse en las bibliotecas, con brújula propia  y en compañía de Pessoa, Shakespeare, Eca de Queirós, Diderot y Beethoven, bajo el contexto de una dictadura. Ese sería el génesis, un humano que tenía que decirle tanto a los hombres, con un manuscrito bajo el brazo por la ausencia de una publicación, sin embargo nunca nadie hubiese imaginado que Claraboya sería el árbol que daría fruto a grandes obras como: El año de la muerte de Ricardo Reis, El evangelio Según Jesucristo, Ensayo sobre la ceguera, La Caverna, El viaje del elefante, Caín, entre otros.

Claraboya es un libro que deja una pregunta pendiente que muchas veces repetimos ¿cuál es el significado de nuestra existencia? Acaso tenemos que resumirnos en  unos seres ¿casados, fútiles, y tributables?. La voz del premio Nobel es clara y se identifica para sumergirse en cada uno de sus lectores, abriendo puertas para desnudar las temores del amor y hacer de ellas un camino en la cual nos sigamos a nosotros mismos.

José Saramago una vez más nos sorprende con su sensibilidad, con su calor humano y la misma  fuerza que entre guiones y puntos han tallando su filosofía, la madurez de sus personajes, su lenguaje y aquella vocalización de un nuevo acento en su alma poética.